La Epifanía del Señor

Vicente

Conocemos popularmente la solemnidad del 6 de enero como el día de los Reyes Magos, pero en realidad es el día de la Epifanía del Señor, una de las principales fiestas del calendario litúrgico, pues celebramos que Cristo se manifiesta como Luz de todos los pueblos. Ese Niño, nacido en Belén en la humildad y pobreza del portal, es el Rey de cielos y tierra. Así le reconocieron esos magos de Oriente, de quienes por cierto el evangelio no dice nada de que fueran tres ni de que fueran reyes, pero las generaciones de cristianos han elaborado esa bella tradición de Melchor, Gaspar y Baltasar, que nosotros hemos heredado.

Aquellos Magos de Oriente buscaban a Dios, porque eran buscadores de la Verdad, de la Belleza, de la Vida. Venían de lejos, porque todos los pueblos, todas las razas, tienen ese afán por encontrar el sentido de sus vidas. Y al encontrar a Cristo en Belén, ya no buscaron más. Se volvieron por otro camino porque sus vidas habían quedado transformadas por el Hijo de Dios. ¿Quizá esperaban encontrar al Hijo de Dios revestido de poder, rodeado de lujos? Puede, pero cuando encontraron al Niño, en brazos de María, se impuso sobre ellos la rotundidad de su corazón: éste es el Mesías. Le ofrecieron todo lo más valioso que llevaban (oro, incienso y mirra) porque sentían que ya nada valía la pena en comparación con el inmenso tesoro de haber visto cara a cara al Señor.

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Los Magos siguieron la estrella. Se ha discutido mucho sobre qué clase de estrella fue la que guió a los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas, en una supernova, es decir, una de esas estrellas muy débiles al principio pero que debido a una explosión interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor; en un cometa, y así sucesivamente. Que los científicos sigan discutiéndolo. La gran estrella, la verdadera supernova que nos guía es el mismo Cristo. Él es, por decirlo así, la explosión del amor de Dios, que hace brillar en el mundo el enorme resplandor de su corazón. Y podemos añadir: los Magos de Oriente, así como generalmente los santos, se han convertido ellos mismos poco a poco en constelaciones de Dios, que nos muestran el camino. En todas estas personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por decirlo así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios ilumina nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas de Dios, que dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser. Y entre ellas, la estrella que más brilla, la más hermosa, la que mejor guía, es nuestra Madre, la Santísima Virgen María.

Ciertamente han brillado también para nosotros otras estrellas que nos han ayudado a no perder el camino: nuestros padres, nuestros hermanos, sacerdotes, amigos, etc. Por todos ellos pedimos hoy. Y que también nosotros nos convirtamos en estrellas de Dios para los hombres, y le guiemos hacia la verdadera luz, hacia Cristo.

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